jueves, 20 de octubre de 2011

Crónica de una muerte anunciada.


fragmento:

"Doce días después del crimen, el instructor del sumario se encontró con un pueblo en carne viva. En la sórdida oficina de tablas del Palacio Municipal, bebiendo café de olla con ron de caña contra los espejismos del calor, tuvo que pedir tropas de refuerzo para encauzar a la muchedumbre que se precipitaba a declarar sin ser llamada, ansiosa de exhibir su propia importancia en el drama. Acababa de graduarse, y llevaba todavía el vestido de paño negro de la Escuela de Leyes, y el anillo de oro con el emblema de su promoción, y las ínfulas y el lirismo del primíparo feliz. Pero nunca supe su nombre. Todo lo que sabemos de su carácter es aprendido en el sumario, que numerosas personas me ayudaron a buscar veinte años después del crimen en el Palacio de justicia de Riohacha. No existía clasificación alguna en los archivos, y más de un siglo de expedientes estaban amontonados en el suelo del decrépito edificio colonial que fuera por dos días el cuartel general de Francis Drake. La planta baja se inundaba con el mar de leva, y los volúmenes descosidos flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo exploré muchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de causas perdidas, y sólo una casualidad me permitió rescatar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322 pliegos salteados de los más de 500 que debió de tener el sumario. 

El nombre del juez no apareció en ninguno, pero es evidente que era un hombre abrasado por la fiebre de la literatura. Sin duda había leído a los clásicos españoles, y algunos latinos, y conocía muy bien a Nietzsche, que era el autor de moda entre los magistrados de su tiempo. Las notas marginales, y no sólo por el color de la tinta, parecían escritas con sangre. Estaba tan perplejo con el enigma que le había tocado en suerte, que muchas veces incurrió en distracciones líricas contrarias al rigor de su ciencia. Sobre todo, nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada. 

Sin embargo, lo que más le había alarmado al final de su diligencia excesiva fue no haber encontrado un solo indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago Nasar hubiera sido en realidad el causante del agravio. Las amigas de Ángela Vicario que habían sido sus cómplices en el engaño siguieron contando durante mucho tiempo que ella las había hecho partícipes de su secreto desde antes de la boda, pero no les había revelado ningún nombre. En el sumario declararon: «Nos dijo el milagro pero no el santo». Ángela Vicario, por su parte, se mantuvo en su sitio. Cuando el juez instructor le preguntó con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le contestó impasible: 
-Fue mi autor. 

Así consta en el sumario, pero sin ninguna otra precisión de modo ni de lugar. Durante el juicio, que sólo duró tres días, el representante de la parte civil puso su mayor empeño en la debilidad de ese cargo. Era tal la perplejidad del juez instructor ante la falta de pruebas contra Santiago Nasar, que su buena labor parece por momentos desvirtuada por la desilusión. En el folio 416, de su puño y letra y con la tinta roja del boticario, escribió una nota marginal: Dadme un prejuicio y moveré el mundo. Debajo de esa paráfrasis de desaliento, con un trazo feliz de la misma tinta de sangre, dibujó un corazón atravesado por una flecha. Para él, como para los amigos más cercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento de éste en las últimas horas fue una prueba terminante de su inocencia "

Gabriel García Márquez

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